Miquel Mont. La economía dicta todo. Galería Formato Cómodo, Madrid

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Empiezo a escribir este texto como no lo he hecho hasta ahora, es decir, investigando por internet antes de ver con mis ojos lo que voy a contar: unas reflexiones a partir de La economía dicta todo,  la exposición de Miquel Mont (Barcelona, 1963) en la galería Formato Cómodo de Madrid, durante otro de esos veranos tórridos con que nos viene martirizando el cambio climático.

Y en lo que primero que reparo es en la crónica que, en mayo de 2007, escribió Mariano Navarro para El Cultural de El Mundo en ocasión de la exposición de Miquel Mont en la Galería Distrito Cuatro de Madrid. Decía el crítico de arte en la introducción de su texto que una de «las convulsiones más profundas experimentadas en el arte en las últimas décadas ha sido la crisis de la pintura como lenguaje contemporáneo». Tras aclarar que convulsión es un sinónimo de crisis y no de muerte, Navarro proseguía su texto afirmando que, sobre esta crisis, «pintores de las más distintas y diferenciadas procedencias y linajes han explorado las vías que se les ofrecía al tránsito y han ampliado y expandido sus posibilidades fuera de sus límites vanguardistas y modernistas». Continuaba diciendo Navarro que «uno de los aspectos esenciales de ese ensanchamiento ha sido su capacidad para ocupar el espacio, doméstico o expositivo, y transformarlo, activándolo cual si se tratase de otro más de los dispositivos visibles propiedad de la pintura. Una pintura, por otra parte, desplazada de la superficialidad y del plano frontal y que se instala en el suelo o contra la pared, que conversa invasora con la arquitectura del lugar».

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En una línea que, también para Navarro, «arrancaría a mediados de la década de los 70 con la obra de Blinky Palermo, Richard Tuttle, Robert Ryman e Imi Knoebel y que llegaría hasta la actualidad con la de Juan Uslé o Ignasi Aballí, la obra de Miquel Mont -y su manera de retener la mirada- vendría a confirmar que, si se quiere, se pueden ofrecer distintas maneras de contemplar y entender los relatos pictóricos de los que se nutren». Se trataría pues de una línea argumental tan ajena al confort, las concesiones, el sosiego y la facilidad como cercana a la necesidad de cuestionar permanentemente ese aspecto de la pintura encargado de dotar de volumen y vida lo que la gran mayoría condena a una superficie.

Durante la presentación de la magnífica y reveladora exposición realizada por Miquel Mont en la Fundación Suñol de Barcelona en mayo de 2015, Sergi Aguilar, artista y director de la Fundación, se refirió al artista como «el que calla en medio del ruido, para observar, percibir y aprender». Con ello Aguilar nos daba a entender que, a diferencia de quienes braman a los cuatro vientos, a él en público casi no se le notaba porque invertía su tiempo principalmente en hacer otras cosas.

Como una carrera de fondo definiría yo lo que viene realizando Miquel Mont por el circuito del arte en favor de una manera de pensar la pintura -como bien dice Sergio Rubira en su artículo para El Cultural– más allá de unos límites que conoce a la perfección. Unos límites que, en el caso que nos ocupa, son los que determina el espacio connotado de una galería con todos y cada uno de sus accidentes arquitectónicos, el rastro del tiempo sobre los gruesos muros del edificio que la alberga, el poso de cuanto acumula la materia de la pared, el yeso y la masilla, en suma, con «lo contrario -como dice el artista- de las habituales paredes blancas impolutas de los white cube a los que tienden en general las galerías, esos espacios con muros neutros (y tan normativos) que crean fronteras».

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El texto de sala ha sido escrito por el propio artista y en él empieza afirmando que «todo ha partido del espacio, de los muros y pilares de la galería, con todas las huellas, los vestigios y los restos de otras instalaciones». Se trata de dejar las cosas claras para afirmar, unas líneas más adelante, que, «paralelamente a este bonito espacio está el contexto temporal: el sentimiento de urgencia, de estado de alerta y de tensión en el que estamos inmersos, la enorme crisis de la representación política que vivimos, el dominio total de las economías nacionales por el capital financiero, la destrucción progresiva del entorno y los recursos naturales»…. en fin un panorama tan dantesco, demoledor, deprimente y poco esperanzador que al artista no le ha quedado otra opción que materializar su comprensible desazón en forma de frases y sentencias punzantes, reflexivas y deletéreas con el fin de integrarlas en el enorme collage que ha realizado, tomándolas como si se tratara de un material más y considerando el espacio de la galería como único soporte. Todo, todito, todo. Todo el espacio. Se trata, dice Mont, de una «composición espontánea y sin punto focal determinado que necesita la participación activa del espectador para completarla y apropiársela y que tiende a subrayar así el carácter irresuelto, fragmentario de toda experiencia estética, de todo acto creativo hoy día. El collage -dice Mont para terminar- tiende de este modo a devenir un dispositivo para el pensamiento, una manera de pensar, como lo es el montaje en el lenguaje cinematográfico».

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Después de lo que acabo de escribir y que, como han visto, procede mayormente de tres fuentes distintas en torno a la obra de Miquel Mont -dos de críticos de arte y una tercera del propio artista- sólo me resta decir lo que, a mí personalmente, me pareció la exposición. Y lo voy a definir en una sola palabra: extraordinaria. Y es que, desde el momento en que crucé la puerta y me vi inmerso en aquella suerte de gabinete abstracto -si, como de El Lissitsky pero más esencial- donde las paredes no eran lo que parecía, donde sin solución de continuidad se enlazaban las obras, donde los colores, los textos, las imágenes, las texturas y el plano advertían de lo que allí sucedía y donde se invitaba a transitar al espectador para escudriñar los resquicios de vida desde los márgenes de una pintura detonada, me olvidé absolutamente de todo para llegar a entender que con unos simples plásticos de colores, unos cuantos cartones y papeles, cinta de carrocero, textos y heridas en una pared y hasta el olor a humedad del espacio circundante, se podía reconstruir el pensamiento de un pintor que calla en medio del ruido para gritar hasta romper los tímpanos desde el silencio de una galería. A quien vaya a escuchar.

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Ese grito que sólo un -buen- artista es capaz de proferir para alentar a la humanidad a ir más allá de la superficie. Allí donde, también, se acumula la basura.

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